El título que encabeza este artículo bien podría ser el
título de un capítulo de cualquier manual de ciencia política. Pero hoy no
escribo para reproducir aquí lo redactado en manuales politológicos, tampoco
será una contestación a la pregunta que encabeza este artículo.
Cuando pensamos en democracia, la primera imagen que se nos
viene a la cabeza, la mayoría de las veces, es la acción de depositar un trozo
de papel en una urna. También, si hacemos un repaso histórico de la
implantación de la democracia en países y ciudades, pensaremos en la polis
ateniense y el modelo democrático de asamblea, en el que “todos” los ciudadanos
de Atenas participaban en las decisiones políticas. Recordemos también que en
aquella época no se consideraban ciudadanos ni a los esclavos, ni a las
mujeres, por lo tanto no podían participar en el devenir político ateniense.
Sin embargo, si pensamos en el modelo de democracia liberal
o democracia representativa actual, debemos de fijarnos en los comienzos del
sistema parlamentario inglés, que resultó un sistema político revolucionario en
el que su objetivo era evitar la tiranía del monarca británico contra la
burguesía inglesa. Este modelo de representación política ha perdurado y sigue
perdurando de forma estable, exceptuando el período previo de entreguerras y
durante la II Guerra Mundial con la aparición del fascismo como contraposición
a la democracia representativa y los mecanismos y componentes con los que se
forma.
Desde el comienzo de la crisis económica, allá por el año
2007 hasta hoy, se ha mostrado paulatinamente como las instituciones políticas
de los Estados occidentales no han sido capaces de amortiguar los efectos que
ha producido el estallido de la burbuja inmobiliaria primero, y la crisis
crediticia de ahora. Esto ha conllevado una merma de los recursos de los
individuos y familias más desfavorecidos que ha hecho que el nivel de
desigualdad social aumentase. Por consiguiente, ha dado lugar a que se
produjera la desconexión total entre la sociedad y sus representantes
políticos. La imagen que se ha mostrado y se muestra todavía es de una perfecta
incompetencia para gestionar las distintas crisis que se han originado; no solo
económica, sino social y de valores. El descontento
y el desánimo hacia la élite política se ha traducido en numerosas
manifestaciones, huelgas generales, concentraciones ante la sede central del
partido de gobierno y resultados muy negativos en las distintas encuestas realizadas
por empresas demoscópicas, sobre todo en contra del liderazgo que ejercen
Mariano Rajoy Brey y Alfredo Pérez Rubalcaba en sus distintas formaciones
políticas. Mientras, las declaraciones de varios personajes políticos poniendo
el foco de atención en los límites de la protesta ciudadana no hacen más que
aumentar el grado de crispación social y política.
En esta tesitura tenemos que hablar de democracia de máximos
y de mínimos. A la élite económica y política para sobrevivir solo le hace
falta un modelo democrático estrecho o mínimo en forma de poca transparencia en
la administración, o algo que está muy de moda ahora, las ruedas de prensa sin
preguntas. Sin embargo, la ciudadanía necesita que las líneas rojas de la democracia
se maximicen en forma de mayor transparencia en los asuntos concernientes con
el Gobierno.
Por lo tanto, esta situación ha desembocado no en una crisis
de la democracia en general, sino de la democracia representativa en particular
y de los mecanismos que la componen. La participación cada vez menos se
canaliza a través del partido o representante político sino que surge de modo
espontáneo y en grupos heterogéneos.
A fin de cuentas, la democracia es un elemento muy necesario
para los ciudadanos, no fue creada por otro motivo que el permitir la
participación de estos.