lunes, 8 de mayo de 2017

Sociedad y diversidad funcional.


El otro día, en un taller formativo, les explicaba a unos jóvenes lo que suponía tener una diversidad funcional de tipo físico, en concreto una tetraplejia. Cómo afrontarla de la mejor forma posible y como aceptarla y tolerarla de manera que no suponga una frustración imposible de superar, pero también como la sociedad observa a la persona que tiene un tipo determinado de discapacidad. Como la ve, como la trata, porque suele tratarla de forma diferente, a veces injusta. También les explicaba la función terrible que hacen unos prejuicios muy asentados en una sociedad determinada. Les exponía que una sociedad con muchos prejuicios es una sociedad que no es del todo abierta, tolerante y que no se encuentra capacitada para aceptar el hecho de que la persona con diversidad funcional tenga la necesidad de tener una vida propia, de participar de la vida en sociedad sin las ataduras que, a veces, produce la familia y las opiniones preconcebidas. Porque cuando se depende exclusivamente de la familia sin tener unos recursos que te permitan el decidir cuando salir o cuando entrar, cuando ir o cuando venir, cuando estar o cuando no estar en un sitio en concreto, da lugar un estado de frustración similar al hecho de tener que hacer frente a una discapacidad. Teniendo a su vez una doble responsabilidad moral, la de él mismo y este con su familia, que en la mayoría de los casos tiene apariencia de mujer. Creando así una situación muy frustrante y muy desigual.

Se despoja al individuo de cierta dignidad que le corresponde como ser humano, de la misma forma que se le despoja de esa dignidad cuando al diverso funcional en edad adulta se le ofrece un trato infantil. Negándole su responsabilidad ante cualquier situación perniciosa que tenga que gestionar. Lo que a su vez, en la sociedad se instala la pregunta ¿Cómo vas a ser capaz?

Ante esto, la sociedad lo ve habitual, normalizando así un proceso de desintegración, no inclusivo que desemboca en unos prejuicios que moldean una realidad fija, sin cambio alguno. Un modo de vida que impide que muchas personas se desarrollen, se integren en la sociedad, en el mercado laboral o que impide la evolución en su etapa formativa.

Aún recuerdo, en mis primeros cursos en la universidad presencial, los profesores nos animaban a que hiciéramos alguna estancia en el extranjero, como forma enriquecedora en nuestro desarrollo personal y profesional. Sin embargo, yo y muchas personas en mi situación, lo tenían que observar desde una situación ajena. Porque no existían los medios adecuados para que un estudiante con diversidad funcional solicitara una beca para realizar unos estudios en otro país. Esta realidad que vivimos y que muchos siguen viviendo crea una desigualdad lacerante, desaprovechando un valor añadido muy importante para la sociedad.

Si la sociedad quiere superar estos hechos y derribar estos prejuicios debe de empezar por repensar que la diversidad funcional deje de ser un problema familiar para pasar a ser un hecho circunstancial del individuo, superarlo e involucrarse en la vida en sociedad, rompiendo esas barreras que constriñen, rompiendo ese techo de cristal que les limita.

Porque la sociedad evoluciona y en ese desarrollo el colectivo de personas con diversidad funcional necesita participar, dejando a un lado los clichés, los estereotipos. Porque una vez fueron inválidos, para dar paso a unos minusválidos, para posteriormente ser unos discapacitados, pero por encima de todo, individuos con unas necesidades muy básicas, como puede ser la participación plena en la sociedad. Porque el Estado debe de ofrecer otro enfoque para que coexistan diversos modelos de vida, para personas esencialmente diversas.

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