El otro día, en un taller formativo, les explicaba a unos
jóvenes lo que suponía tener una diversidad funcional de tipo físico, en
concreto una tetraplejia. Cómo afrontarla de la mejor forma posible y como
aceptarla y tolerarla de manera que no suponga una frustración imposible de
superar, pero también como la sociedad observa a la persona que tiene un tipo
determinado de discapacidad. Como la ve, como la trata, porque suele tratarla
de forma diferente, a veces injusta. También les explicaba la función terrible
que hacen unos prejuicios muy asentados en una sociedad determinada. Les
exponía que una sociedad con muchos prejuicios es una sociedad que no es del
todo abierta, tolerante y que no se encuentra capacitada para aceptar el hecho
de que la persona con diversidad funcional tenga la necesidad de tener una vida
propia, de participar de la vida en sociedad sin las ataduras que, a veces,
produce la familia y las opiniones preconcebidas. Porque cuando se depende
exclusivamente de la familia sin tener unos recursos que te permitan el decidir
cuando salir o cuando entrar, cuando ir o cuando venir, cuando estar o cuando
no estar en un sitio en concreto, da lugar un estado de frustración similar al
hecho de tener que hacer frente a una discapacidad. Teniendo a su vez una doble
responsabilidad moral, la de él mismo y este con su familia, que en la mayoría
de los casos tiene apariencia de mujer. Creando así una situación muy
frustrante y muy desigual.
Se despoja al individuo de cierta dignidad que le
corresponde como ser humano, de la misma forma que se le despoja de esa
dignidad cuando al diverso funcional en edad adulta se le ofrece un trato
infantil. Negándole su responsabilidad ante cualquier situación perniciosa que
tenga que gestionar. Lo que a su vez, en la sociedad se instala la pregunta
¿Cómo vas a ser capaz?
Ante esto, la sociedad lo ve habitual, normalizando así un
proceso de desintegración, no inclusivo que desemboca en unos prejuicios que
moldean una realidad fija, sin cambio alguno. Un modo de vida que impide que
muchas personas se desarrollen, se integren en la sociedad, en el mercado
laboral o que impide la evolución en su etapa formativa.
Aún recuerdo, en mis primeros cursos en la universidad
presencial, los profesores nos animaban a que hiciéramos alguna estancia en el
extranjero, como forma enriquecedora en nuestro desarrollo personal y
profesional. Sin embargo, yo y muchas personas en mi situación, lo tenían que
observar desde una situación ajena. Porque no existían los medios adecuados
para que un estudiante con diversidad funcional solicitara una beca para
realizar unos estudios en otro país. Esta realidad que vivimos y que muchos
siguen viviendo crea una desigualdad lacerante, desaprovechando un valor
añadido muy importante para la sociedad.
Si la sociedad quiere superar estos hechos y derribar estos
prejuicios debe de empezar por repensar que la diversidad funcional deje de ser
un problema familiar para pasar a ser un hecho circunstancial del individuo,
superarlo e involucrarse en la vida en sociedad, rompiendo esas barreras que
constriñen, rompiendo ese techo de cristal que les limita.
Porque la sociedad evoluciona y en ese desarrollo el
colectivo de personas con diversidad funcional necesita participar, dejando a
un lado los clichés, los estereotipos. Porque una vez fueron inválidos, para
dar paso a unos minusválidos, para posteriormente ser unos discapacitados, pero
por encima de todo, individuos con unas necesidades muy básicas, como puede ser
la participación plena en la sociedad. Porque el Estado debe de ofrecer otro
enfoque para que coexistan diversos modelos de vida, para personas
esencialmente diversas.
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